A priori, siempre que pensamos en la necesidad de consumir calcio pensamos en los productos lácteos como los alimentos ideales para incorporar este mineral a nuestro organismo. Pero contradiciendo a la sabiduría popular, existe hoy día suficiente evidencia para dudar de la idoneidad de la leche y derivados lácteos como fuente de calcio, e incluso, como parte de nuestra dieta.
Tras esta noticia, la reacción más típica que les surgirá es: ¿Cómo conseguimos alcanzar el aporte diario de Calcio sin consumir leche o derivados? Y por tanto, si no se consume suficiente calcio… ¡padeceremos osteoporosis en el futuro!
En primer lugar debemos de desmitificar esta idea que nos intenta
imponer la industria láctea. Utiliza la estrategia del miedo para mantener sus
niveles de venta, ya que según ésta, cuando somos niños hay que tomar leche
para crecer correctamente y cuando somos adultos hay que tomarla para no
padecer osteoporosis. O sea, hay que tomar sus productos durante toda la vida,
asegurando de esta forma sus ingresos.
Pero si la relación existente entre el consumo de calcio a través
de la leche y sus derivados y la prevención de la osteoporosis fuese real, los
mayores consumidores de este tipo de productos deberían poseer de las
menores tasas epidemiológicas de osteoporosis, en otras
palabras, deberían poseer del menor número de casos de dicha enfermedad
(proporcionalmente hablando). Sin embargo, sucede todo lo contrario. Estados Unidos, el mayor consumidor de leche y derivados a
nivel mundial, es el país con la mayor tasa de prevalencia de osteoporosis del
mundo. Curioso y alarmante cuanto menos.
La osteoporosis no es fruto de una falta crónica
de calcio en nuestra dieta, es consecuencia de la necesidad del organismo de
utilizar el calcio óseo para otras funciones vitales. Por tanto, hay que
cambiar el chip en este sentido y comenzar a pensar, más que en aumentar el consumo
de calcio, en reducir sus pérdidas. Y para ello debemos centrarnos en la
etiología principal de dicha pérdida: la alimentación actual y la falta de
actividad física.
Pero, ¿por qué no es una buena solución aumentar los
niveles de calcio de la dieta para contrarrestar las pérdidas?
No se trata de una idea descabellada, siempre que ese calcio ingerido
sea absorbido por nuestro organismo. Esto no ocurre con el calcio
lácteo, del cual se absorbe muy poca cantidad por
la mala proporción que éste guarda con el fósforo. Para una absorción óptima de
calcio en el tubo digestivo es necesario que éste sea incorporado junto a
determinadas cantidades proporcionales de ciertos elementos, como el fósforo o
el magnesio. La proporción óptima para ello es 1:1 o 2:1, o sea,
cada miligramo o cada 2 miligramos de calcio deberían ir acompañados de otro
miligramo de fósforo. Sin embargo, la leche de vaca que normalmente consumimos
tiene 6 veces mayor cantidad de fósforo que de calcio (1:6) y una
cantidad de magnesio escasa. Para colmo, la industria láctea enmascara la falta
de frescura de la leche añadiendo fosfatos. Irónico. Pues bien,
esta situación se traduce en que el calcio forma complejos de fosfato
cálcico en el intestino, impidiendo su absorción, y siendo eliminado a través
de las heces.
El calcio es un elemento alcalino por
naturaleza, y aunque no se sabe con certeza, se baraja la posibilidad de
que el organismo lo use como sistema tampón para mantener el pH sanguíneo
dentro de sus valores idóneos. Algunas teorías defienden que la alimentación
basada en alimentos procesados (bollería industrial, harinas refinadas,
chuches, azúcar, etc.) y comidas precocinadas, el tabaco, el alcohol, la sal, o
el café, inducen al pH sanguíneo hacia un estado de acidosis. El pH sanguíneo se
mueve entre una estrecha franja, situándose siempre entre 7,35 y 7,45. Un pH
superior o inferior a estos valores no sería compatible con la vida de los
elementos que circulan por la sangre. Es por ello que nuestro organismo pondrá
todo de su parte para que el pH no se salga de la normalidad, incluso
comprometiendo la densidad ósea si fuese necesario.
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